Recuerdo una ocasión en la que ciertos compañeros de otro departamento informaron a ingeniería de que nuestro producto debía cumplir cierto estándar de seguridad para poder emitir un nuevo formato de contrato. El problema era que lo necesitaban para ya.
Durante la crisis, pregunté a estos compañeros a qué venía tanta prisa, y la respuesta fue que la firma de los contratos se había precipitado tras una decision imprevisible de nuestro jefazo.
Recuerdo preguntar en tres ocasiones más: la segunda, y tercera vez que pregunté por la urgencia, me remitieron a las agendas de figuras de mayor y aún mayor responsabilidad en la jeraquía de la empresa. La cuarta y última, la causa era la visita del presidente de los Estados Unidos al extranjero. Supongo que, de haber preguntado una quinta vez, me hubieran dirigido a lo imprevisible de los caprichos divinos.
Aunque los compañeros reconocían cierta responsabilidad al haber infravalorado el papel de ingeniería en el proceso de cambio de contrato, parecía más que fueran meras víctimas de las circunstancias, aplastados entre la arbitrariedad ejecutiva, y la falta de conformidad del producto. Y eso que la negociación de esos contratos era responsabilidad de su departamento, las conversaciones llevaban meses en marcha, y el grado de conformidad del producto era conocido.
Atribuir responsabilidad a los altos poderes de una jerarquía es una forma de “echar balones fuera” y es un ejercicio estéril. Si preferimos transferir nuestra responsabilidad a otros, en lugar de identificar el papel que jugamos en una situación, difícilmente podremos cambiar nada. Si la culpa siempre es de otros y nos consideramos meros peones a merced de las circunstancias, nos convencemos de no estar en control y limitamos nuestra capacidad de actuación. Sin reconocernos parte del problema, por acción u omisión, difícilmente podremos ser parte de la solución.
Reconocer nuestra participación en un problema es clave para reparar o mejorar una situación. Y es la palanca del cambio. Si somos capaces de reconocer acción u oportunidad, podremos marcar una diferencia. Encarados hacia el futuro y con la experiencia pasada como referencia, encontraremos la ocasión de hacer las cosas mejor, a través de un comportamiento distinto.
En nuestro día a día, es sano entrenar la habilidad de sentirnos responsables y aprender a no “echar balones fuera”. En general, la oportunidad de hacerlo mejor se presenta con frecuencia. Hay muchos rituales, muchas circunstancias, muchas reuniones, muchas revisiones de código, que se repiten semanalmente y brindan una oportunidad de mejora.
Sin embargo, también es cierto que hay situaciones cuyas consecuencias son graves, la reparación, difícil, y la oportunidad para enmendar nuestro error, escasa. Hay situaciones donde nos sentimos culpables.
La culpa es una versión tramposa y cruel de la responsabilidad. La culpa nos atrapa en un remolino de tortura especulativa acerca de lo que podríamos haber hecho y no hicimos. Como si el mal trago pagara el precio de nuestro error.
No lo hace. Ese precio es una ilusión. La espiral del remolino no tiene fondo, y jamás terminaremos de pagar la deuda que nos imponemos. La culpa requiere de otra aproximación.
Ante la culpa, debemos enfrentar los hechos, reconocer nuestra participación, aceptar sus consecuencias, y reparar el daño con paciencia, y en la medida de lo posible.
Aún más, debemos estar dispuestos a admitir que puede no haber solución, o puede no haber culpable (¡ni tan siquiera nosotros mismos!). Puede que haya ocurrido un accidente, consecuencia de un número de factores de los que nadie resulta estar en control, ni por acción, ni por omisión.
Sin embargo, de haber culpa, podemos convertirla en oportunidad, y el catalizador de esta transformación es tomar responsabilidad. Tenemos que darnos cuenta de que, si estamos dispuestos a entrar en la espiral especulativa de lo que hicimos o dejamos de hacer, ya estamos reconociendo una participación, lo que nos posiciona en el camino del aprendizaje y la mejora.
Tomar responsabilidad es el acto consciente de responder ante una situación. Este acto consciente se opone al efecto de arrastre de la espiral de culpabilidad. Visualizando la culpa como un remolino en el mar, tomar responsabilidad es agarrar el timón de nuestra vida, arriar las velas, y usar la propia fuerza del remolino para salir de él. No dar ni una vuelta más.
Una vez fuera del remolino, con la mar en calma por delante, podemos pensar, aprender y mejorar.
Podemos entrenar la responsabilidad de muchas maneras prácticas: ofreciendo ayuda a nuestro equipo, aceptando riesgos, siendo responsables de los resultados de un proyecto, aportando, con transparencia, nuestro registro de acciones en una retrospectiva… Si bien hay personas con predisposición a la responsabilidad, en general, la responsabilidad es un comportamiento consciente que se adquiere y se cultiva.
Si también nos acostumbramos a convertir culpa en responsabilidad, aprenderemos de todas las ocasiones, ya sean leves o graves.
Durante el liderazgo, además, conviene regalar responsabilidad en los éxitos y absorber responsabilidad en las crisis. La responsabilidad inspira responsabilidad y basta que demos un paso al frente, para que otros sigan. El equipo se reconocerá parte del problema para aliviar nuestra carga y juntos podremos más.
Solucionar un problema requiere reconocerse parte del problema. Animarse a actuar es tomar responsabilidad, sentirse culpable es una oportunidad de hacerse responsable. La responsabilidad nos libera de la arbitrariedad de las circunstancias. La responsabilidad nos sitúa en el camino del aprendizaje, el cambio y el progreso.